El Señor, que dio en el Monte Sinaí su Quinto Mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre» (cfr. Éxodo 20:12), mostró por su propio ejemplo cómo uno debe respetar a sus padres. Colgando de la Cruz en agonía él recordó a su madre, y dirigiéndola al apóstol Juan, le dijo: «Mujer, he ahí a tu hijo» (cfr. San Juan 19:26). Después de esto, dijo a Juan: «He ahí a tu madre» (cfr. San Juan 19:27). Y proveyendo así para Su madre, exhaló su último suspiro. Juan tenía un hogar en el Monte Sión en Jerusalén en que la Madre de Dios se asentó; allí vivió el resto de sus días en la tierra. Mediante sus oraciones, sus tiernos consejos, su humildad y su paciencia, ella ayudó grandemente a los Apóstoles de su Hijo. Pasó la mayoría del tiempo en Jerusalén, visitando a menudo los lugares que le recordaban los grandes eventos y las grandes obras asociadas con su Hijo - principalmente el Gólgota, Belén y el Monte de los Olivos. De sus viajes más largos, se mencionan su visita a San Ignacio el Teóforo en Antioquía; su visita a San Lázaro (el que nuestro Señor resucitó en el cuarto día), que era Obispo de Chipre; su visita a la Santa Montaña de Athos, la cual bendijo; y su estadía en Éfeso con San Juan el Teólogo durante el tiempo de la feroz persecución de cristianos en Jerusalén. En su vejez, a menudo rogaba a su Señor y Dios en el Monte de Olivos, el sitio de Su Ascensión, que la llevara de éste mundo tan pronto como fuera posible. Finalmente, el Arcángel Gabriel se le apareció y le reveló que entraría en su descanso dentro de tres días. El ángel le dio una rama de palma para ser llevada durante su procesión funeral. Ella volvió a su hogar con gran gozo, deseando en su corazón ver una vez más en esta vida a todos los Apóstoles de Cristo. El Señor cumplió su deseo y todos los Apóstoles, traídos por ángeles en las nubes, llegaron al mismo tiempo al hogar de Juan en Sión. Llenándose de alegría al verlos, les alentó, aconsejó y consoló. Después de esto, entregó su alma a Dios en paz, sin ningún dolor o enfermedad física. Los Apóstoles tomaron el ataúd con su cuerpo, que emitía un perfume aromático, y en la compañía de muchos cristianos lo trasladaron al sepulcro de sus padres, Santos Joaquín y Ana, en el Jardín de Getsemaní. Por la Providencia de Dios, una nube les ocultó de la muchedumbre de los judíos. Aún así, el sacerdote judío Antonio asió el ataúd con la intención de volcarlo, pero en ese momento un ángel de Dios le cortó ambas manos. Gritando de dolor, imploró a los Apóstoles que lo ayudasen, y fue sanado al confesar su fe en el Señor Jesucristo. El apóstol Tomás estaba ausente, de nuevo según la Providencia de Dios, para que un nuevo y gloriosísimo misterio de la Santa Madre de Dios fuera revelado. Tomás llegó al tercer día de estos sucesos, y deseaba venerar el cuerpo de la Santísima Virgen. Pero cuando los Apóstoles abrieron el sepulcro, encontraron sólo el sudario - el cuerpo no estaba en la tumba. Esa misma noche, la Madre de Dios se apareció a los Apóstoles rodeada por innumerables ángeles, y les dijo: «Regocíjense, pues estaré con ustedes siempre». No se sabe exactamente qué edad tenía la Madre de Dios al momento de su dormición, pero la opinión prevaleciente es que había alcanzado los sesenta años.




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