Eumenio siguió a Cristo de todo corazón desde su juventud, librándose de dos pesadas cargas: la carga de las riquezas, y la carga de la carne. Se libró de la primera distribuyendo todos sus bienes a los pobres y los necesitados, y de la segunda mediante el ayuno estricto. De esta manera primero se sanó a sí mismo, y luego comenzó a sanar otros. Despasionado y lleno de la gracia del Espíritu Santo, Eumenio brillaba con una luz que no podía ocultarse. Como está escrito: «Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder» (cfr. San Mateo 5:14), así tampoco san Eumenio se pudo ocultar del mundo. Viendo su bondad, el pueblo lo eligió como obispo de Gortina, y Eumenio gobernó al rebaño de Cristo como buen pastor. Fue padre de los pobres, riqueza de los necesitados, consolación de los afligidos, sanidad de los enfermos, y un maravilloso obrador de milagros. Y en efecto, obró muchos milagros por sus oraciones: sometió una serpiente venenosa, echó fuera demonios, y sanó a muchos enfermos—e hizo esto no solo en su propia ciudad, sino también en Roma y en la Tebaida. En un tiempo de sequía en la Tebaida, Eumenio obtuvo lluvia de Dios por sus oraciones. Allí en el Tebaida terminó su vida terrenal, y tomó habitación en la morada eterna de su Señor. Vivió y laboró en el siglo VII d. C.




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