San Ignacio era archimandrita del monasterio de Teofania, en Rostov, cuando fue nombrado obispo de la misma ciudad, en 1262. Desempeñó con gran valor su cargo en una época particularmente difícil, ya que tuvo que defender a su grey contra la tiranía de los tártaros y mediar en las hostilidades de los nobles de Rostov. El metropolitano de Kiev, ante quien se le había calumniado, le suspendió durante algún tiempo del ejercicio de las funciones episcopales. En 1274, San Ignacio asistió al sínodo de la iglesia de Rusia, en Vladimir. Una cita tomada de los decretos de dicho sínodo nos permitirá formarnos una idea de las dificultades con que el clero ruso ha tenido que luchar casi hasta nuestros días: “El pueblo practica todavía las malditas costumbres paganas: celebra las fiestas en forma diabólica, silbando y gritando; los hombres se embriagan, se baten a palos y roban los vestidos a los que mueren en la lucha.”
San Ignacio pasó a mejor vida el 28 de mayo de 1288. Inmediatamente después de su muerte, empezaron a contarse los más fantásticos milagros; por ejemplo, se decía que, cuando llevaban a enterrar al santo, el cadáver se irguió para bendecir a todos los presentes. Hasta la época de la revolución rusa, las reliquias de San Ignacio se hallaban en la iglesia de la Asunción de Rostov.




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