Muchos son los caminos por los cuales Dios lleva a los que quieren agradarle y cumplir su Ley. En tiempos del emperador Honorio (393-423 d. C.), vivía en Roma un alto dignatario imperial llamado Eufemiano, que era muy eminiente y rico. Tanto él como su esposa Aglaida vivían vidas agradables a Dios. Aunque era rico, Eufemiano sólo comía una vez al día, al atardecer. Tenían un sólo hijo, Alexis, que fue obligado a casarse al llegar a la adultez. Pero en la noche de bodas abandonó no solo a su esposa sino también a su padre, y tomando un barco, se marchó a Edesa en Mesopotamia, donde se atesoraba la maravillosa faz del Señor mismo, enviada al Rey Ábgaro. Tras venerar la Santa Faz, Alexis se vistió con ropas simples y vivió por diez y siete años como un pobre en aquel lugar, orando constantemente a Dios en el pórtico de la Iglesia de la Madre de Dios. Al extenderse su fama de hombre santo, huyó de la alabanza de los hombres; y marchándose, tomó un barco que se dirigía a Laodicea. Por la providencia de Dios, el barco perdió su curso y le llevó directamente a Roma. Considerando esto como una cruz de parte de Dios, Alexis decidió ir a la casa de su padre para continuar allí su vida de negación de sí mismo sin ser conocido. Su padre no lo reconoció, pero por caridad le permitió vivir en una choza en su patio. Allí Alexis pasó otros diez y siete años, consumiendo sólo pan y agua. Importunado por los siervos de muchas maneras, perseveró hasta el fin. Al acercarse el final de su vida, escribió unas cuantas palabras en una hoja de papel, y tomándola en su mano, se recostó y expiró el 17 de marzo del 411 d. C. Entonces una voz se escuchó en la Iglesia de los Santos Apóstoles, diciendo al Emperador y al Patriarca, que estaban allí: «Buscad al Hombre de Dios». Poco después se supo que este Hombre de Dios estaba en casa de Eufemiano. El Emperador, el Patriarca, y sus respectivos séquitos vinieron a casa de Eufemiano y, tras un largo interrogatorio, descubrieron que aquel pobre era, en efecto, el Hombre de Dios. Al antrar en su choza, lo encontraron muerto, y con un rostro radiante como el sol. Sus padres descubrieron que era su hijo Alexis al leer el papel, y su esposa, que había vivido treinta y cuatro años sin él, que este era su esposo. Todos se sobrecogieron de dolor y pena inconmensubrales, pero hallaron consuelo viendo como Dios había glorificado a su elegido, pues muchos enfermos eran sanados al tocar su cuerpo, y una fragante mirra emanaba del mismo. Fue enterrado en un ataúd de mármol y esmeralda. Su cabeza es atesorada en la Iglesia de San Lauro en el Peloponeso.




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