Este santo hombre era llamado el «portador de Dios» porque siempre llevaba el nombre del Dios vivo en su corazón y en sus labios. También fue así llamado porque, según la tradición, fue cargado por el Dios encarnado, Jesucristo. Cierto día que el Señor enseñaba a sus discípulos sobre la humildad, tomó a un niño y lo puso en medio de ellos, diciendo: «Cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos» (cfr. San Mateo 18:4). Este niño era Ignacio. Fue más tarde discípulo de san Juan el Teólogo, junto con Policarpo, obispo de Esmirna. Como obispo en Antioquía, gobernó la Iglesia de Dios como buen pastor, y fue el primero en introducir el canto antifonal en la Iglesia, en el que dos coros alternan. Este modo de cantar fue revelado a san Ignacio de entre los ángeles del cielo. Cuando el emperador Trajano pasó por Antioquía de camino a una batalla con los persas, escucho acerca de Ignacio, lo mandó a llamar, y le urgió que ofreciera sacrificio a los ídolos para poder hacerle senador. Ya que las exhortaciones y amenazas de Emperador fueron en vano, san Ignacio fue encadenado y enviado a Roma, escoltado por diez despiadados soldados, para ser arrojado a las bestias salvajes. Ignacio se regocijaba por estar sufriendo por su Señor, y rogaba a Dios que las bestias salvajes fuesen la tumba de su cuerpo, y que nadie impidiese su muerte. Tras un largo y difícil viaje desde Asia a través de Tracia, Macedonia, y Epiro, Ignacio llegó a Roma, donde fue arrojado a los leones en el circo. Estos lo destrozaron y lo devoraron, dejando sólo unos cuantos de los huesos más grandes y su corazón. Este glorioso amante del Señor Cristo sufrió en el año 106 en Roma, en tiempos del emperador Trajano. Ha aparecido muchas veces desde el otro mundo y ha obrado maravillas, ayudando hasta el día de hoy a todos los que imploran su auxilio.




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