San Barlaam era labrador de un pueblecito de las cercanías de Antioquia. Su fe en Cristo provocó a los perseguidores, quienes le tuvieron largo tiempo en la cárcel antes de juzgarle. El juez se burló de la apariencia y el lenguaje rústicos de Barlaam, pero no pudo menos de admirar su virtud y su constancia. Aunque fue cruelmente azotado, no se le oyó una sola queja. Después se le descoyuntaron los miembros en el potro. Como tampoco eso diese resultado, el prefecto le amenazó con la muerte y mandó que se le mostraran las espadas y mazos manchados con la sangre de otros mártires. Barlaam las contempló sin pronunciar palabra. El juez, avergonzado al verse vencido, le envió nuevamente a la prisión, en tanto que imaginaba un tormento peor. Finalmente, creyó haber descubierto un método para hacer que Barlaam ofreciese sacrificios, a pesar de su resolución de no hacerlo. El prisionero fue conducido ante un altar sobre el que había un brasero con carbones encendidos. Los guardias le pusieron incienso en la mano y se la sujetaron sobre las brasas, extendida y con la palma hacia arriba; si Barlam hacía el menor movimiento, el incienso caería sobre las brasas, como si ofreciese sacrificio. Aunque, en realidad, tal movimiento instintivo no hubiese sido un acto de idolatría, Barlaam, temiendo el escándalo de sus hermanos, mantuvo firme la mano derecha sobre el fuego hasta que se quemó enteramente. San Barlaam luego de poco tiempo entrego su espíritu al creador sin abandonar su fe en al año 304.




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