En los días del emperador Justiniano (siglo VI d. C.), el principal cobrador de impuestos en África era un cierto Pedro, varón muy rico que era también muy cruel e inmisericorde. Una vez, los mendigos se quejaban entre ellos de que ninguno había recibido jamás alguna limosna de Pedro. Entonces uno de ellos apostó que podía lograr que Pedro le diera una limosna. Fue entonces a donde este hombre de pétreo corazón, y le importunó hasta que, en un momento de furia, Pedro le tiró un pedazo de pan que tenía consigo. El mendigo agarró gozoso el pedazo de pan y huyó. Inmediatamente después de esto, Pedro enfermó de un mal repentino y peligroso, y tuvo la siguiente visión: se vio a sí mismo pesado por un demonio en el otro mundo. En una de las escalas, los demonios amontonaban los pecados de Pedro, mientras que en la otra estaban los ángeles, lamentándose de que no había ni una sola buena obra en la vida de Pedro que se pudiese colocar en la escala vacía. Uno de los ángeles dijo: «No tenemos nada en absoluto que podamos colocar, excepto aquel pedazo de pan que arrojó al mendigo hace unos días». El ángel rápidamente colocó el pedazo de pan en la escala vacía, y este igualó el peso de la otra escala, que contenía todos los pecados de Pedro. Cuando la visión hubo terminado, Pedro dijo dentro de sí: «Ciertamente esto no fue una alucinación, pues vi todos los pecados que he cometido desde mi juventud. Si un solo pedazo de pan pudo serme de tal ayuda, un pedazo de pan que incluso arroje a un mendigo, ¿cuánta mas ayuda obtendré de obras de misericordia, hechas con el corazón y con humildad?». Y desde ese momento, Pedro se convirtió en el hombre más misericordioso de su pueblo. Dio todos sus bienes a los pobres, y cuando se hubo despojado de todo, se vendió a sí mismo como esclavo por treinta piezas de plata, y dio este dinero a los pobres como limosna en el nombre de Cristo. Así llegó a ser conocido como Pedro el Misericordioso.




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