Moisés era etiope de nacimiento, y de profesión, un ladrón y líder de una banda de ladrones al principio, y luego un penitente y gran asceta. Siendo esclavo, Moisés escapó de su amo y se unió a los ladrones. Debido a su gran fuerza física y temeridad, los ladrones lo eligieron como su líder. Pero repentinamente, Moisés se llenó de remordimiento y arrepentimiento por los crímenes que había cometido. Dejando su banda, entró a un monasterio y se entregó totalmente a la obediencia a su padre espiritual y a la regla monástica. Se benefició mucho de las enseñanzas de los santos Macario, Arsenio e Isidoro. Más adelante, se retiró a la vida solitaria en una celda donde se dedicó totalmente al trabajo, la oración, las vigilias, y a meditar en Dios. Atormentado por el demonio de la fornicación, Moisés se confesó con Isidoro, su padre espiritual, y recibió el consejo de ayunar aún más y nunca comer hasta llenarse. Cuando incluso esto no le ayudó, por consejos del anciano, comenzó a guardar vigilias en la noche y a orar de pie; después de esto, comenzó a traer a agua de un pozo lejano a los monjes ancianos durante toda la noche. Después de seis años de luchas terribles, san Isidoro finalmente lo sanó milagrosamente de los pensamientos, fantasías y sueños lujuriosos causados en él por los demonios. Moisés fue ordenado sacerdote en avanzada edad. Fundó su propio monasterio y tenía setenta y cinco discípulos, viviendo él mismo por setenta y cinco años. Previendo su muerte, dijo un día a sus discípulos que huyeran porque los bárbaros iban a atacar el monasterio. Cuando sus discípulos le urgieron a que huyese también con ellos, Moisés dijo que él debía morir en el ataque, pues el mismo había hecho violencia alguna vez, según las palabras: «todos los que tomen espada, a espada perecerán» (cfr. San Mateo 26:52). Permaneció allí con seis de los hermanos, y los bárbaros vinieron a matarlos. Uno de los hermanos, escondido en las cercanías, vio como siete coronas brillantes descendieron sobre los siete mártires.




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