Cirilo nació en Jerusalén en tiempos de Constantino el Grande, y murió en el 386 d. C., en tiempos de Teodosio el Grande. Fue ordenado sacerdote en el 346, y en el 350 sucedió al bienaventurado patriarca Máximo en el trono patriarcal de Jerusalén. Tres veces fue depuesto de su trono y enviado al exilio; hasta que al fin, en tiempos de Teodosio, no regresó más, sino que vivió otros ocho años en paz y entregó su alma al Señor. Libró dos grandes batallas: una contra los arrianos, que adquirieron fuerza bajo Constante, hijo de Constantino, y otra en tiempos de Julián el Apóstata, contra este renegado y los judíos. Durante un tiempo de dominación arriana, la señal de la Cruz apareció en los cielos sobre Jerusalén y el Monte de los Olivos el día de Pentecostés, brillando más que el sol, y permanaciendo visible por muchas horas desde las nueve de la mañana. Una carta fue enviada al emperador Constante acerca de este suceso, que fue visto por todos en Jerusalén, y esto sirvió para el fortalecimiento de la Ortodoxia contra los herejes. En tiempos del Apóstata, tuvo lugar otra señal. Julián hizo arreglos con los judíos para reconstruir el Templo de Salomón con el fin de humillar a los cristianos. Cirilo oró a Dios para que esto no ocurriera, y hubo un terrible terremoto que destruyó todo lo que recién se había construido. Los judíos comenzaron de nuevo, pero de nuevo hubo un terremoto que destruyó no sólo lo recién construido, sino aún las antiguas piedras que quedaban debajo de la tierra. Así se cumplieron las palabras de Señor: «No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derribada» (cfr. San Mateo 24:2). De entre los muchos escritos de este santo, se conservan sus Catequesis, un obra de primer orden, que exponen la fe y práctica de la Ortodoxia aún para el presente. Este inusual jerarca y gran asceta era manso, humilde, agotado por el ayuno y de rosto pálido. Tras una vida de grandes labores y de valientes batallas por la fe ortodoxa, entró en paz a su descanso, yendo a los atrios eternos del Señor.




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