Herodes, llamado “el Grande”, gobernaba al pueblo judío, dominado por Roma, por la época en que nació Nuestro Señor Jesucristo. Herodes era idumeo, es decir que no era un judío perteneciente a la casa de David o de Aarón, sino descendiente del pueblo al que Juan Hyrcan obligó a abrazar el judaísmo; si ocupaba el trono de Judea, era por un favor especial de la casa imperial de Roma. Por lo tanto, desde que oyó decir que ya habitaba en el mundo un ser “nacido como rey de los judíos” al que tres sabios magos del oriente habían venido a adorar, Herodes estuvo inquieto y vivió en el temor de perder su corona. En consecuencia, convocó a los sacerdotes y escribas para preguntarles en qué lugar preciso debía nacer el esperado Mesías. La respuesta unánime fue: “En Belén de Judá.” Más atemorizado que nunca, realizó toda clase de diligencias para encontrar a los magos que habían venido de oriente en busca del “rey” para rendirle homenaje. Una vez que encontró a los magos, los interrogó secretamente sobre sus conocimientos, los motivos de su viaje, sus esperanzas, hasta que, por fin, les recomendó que fuesen a Belén y los despidió con estas palabras: “Id a descubrir todo lo que haya de cierto sobre ese niño. Cuando sepáis dónde está, venid a decírmelo, a fin de que yo también pueda ir a adorarle.” Pero los magos recibieron en sueños la advertencia de no informar a Herodes, de suerte que, tras haber adorado al Niño Jesús, hicieron un rodeo para regresar a oriente por otro camino. Al mismo tiempo, Dios, por medio de uno de sus ángeles, mandó a José que tomase a su esposa María y al Niño y que huyese con ellos a Egipto, “porque sucederá que Herodes buscará al Niño para destruirlo.”
“Entretanto, Herodes, al verse burlado por los magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén y sus contornos, de dos años abajo, conforme al tiempo de la aparición de la estrella, que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió lo que predijo el profeta Jeremías cuando anunciaba: “En Rama se oyeron las voces, muchos lamentos y alaridos. Es Raquel que llora a sus hijos, sin hallar consuelo, porque ya no existen.” (Mat. 2:18).
Esta fiesta de los Santos Niños, se ha observado en la Iglesia desde el siglo quinto. La Iglesia los venera como mártires que no sólo murieron por Cristo, sino en lugar de Cristo.




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