En Antioquía bajo Diocleciano, y con ellos los santos Antonio, Anastasio, el niño Celso y su madre Marcionila. La familia de Julián vivía en la ciudad de Antioquía, durante el siglo IV. El recibió una formación esmerada en la ciencia y en la piedad, dirigida a constituir una continuación de la vida noble de sus antepasados. Lo cual incluía el contraer un matrimonio digno de su rango. Al insistir sus padres que contraiga desposorios y matrimonio, se le cierran a Julián los caminos de la virginidad que un día había prometido al Señor. Ante esta actitud paterna, Julián pide unos días para deliberar calmadamente una decisión tan seria en la que se ventila la cuestión de seguir a Jesús o desobedecer a sus padres. En este punto dice la leyenda que Julián conoce por revelación del cielo la esposa con la que podrá guardar la anhelada virginidad. Con un suave olor de flores -y seguimos copiando la leyenda- los novios Julián y Basilisa son arrastrados hacia el amor de la virginidad, apareciéndoseles Nuestro Señor Jesucristo aprobando la determinación de conservarse intactos. Acompañan a Cristo un cortejo interminable de santos y santas vírgenes, entre cuyo desfile grandioso y ante la expectación de los celestes ejércitos ven sus nombres como en un letrero inmenso. Esta aparición fue para Basilisa y Julián como una jura de bandera, con estruendo de clarines y con sonar de armonías inolvidables. Al poco tiempo mueren los padres de Julián y ambos recién casados se retiran y fundan sendos monasterios. Bajo los tiempos del emperador Diocleciano, Julián y Basilia fueron flagelados por su convicción religiosa, durante la flagelación sucede un milagro, ese argumento irrefutable y enorme que tiene Dios para los incrédulos de todos los siglos. Un verdugo daba demasiado fuerte y araba en el cuerpo de Julián con notorio encono, cuando de un latigazo flagelante le saltó un ojo. El mártir, que no se cura a si mismo y que deja sangrar a sus martirizados miembros, implora el milagro para el mismo verdugo despiadado. Se perfuma el ambiente cargado de sangre con un olor como de muchos bálsamos orientales. Después de que Julián con su sangrante brazo hace la señal de la cruz, el sayón recobra el ojo perdido. Pero en los criminales no hay piedad, ni ternura, ni compasión.




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