«Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su hijo, nacido de mujer», para salvar a la raza humana (cfr. Gálatas 4:4). Y cuando hubo llegado el noveno mes desde que el arcángel Gabriel se apareció a la Virgen María, diciendo: «Alégrate, llena de gracia [….] concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo» (cfr. San Lucas 1:28, 31)—en aquel tiempo se promulgó un edicto de parte de Cesar Augusto para que todo el mundo fuese empadronado. De acuerdo con este edicto, todos tenían que ir a su pueblo natal para ser inscritos allí. Por lo tanto, el justo José se marchó con la Santa Virgen a Belén, la ciudad de David, pues ambos eran de la casa real de David. Pero habiendo un gran número de personas en aquella pequeña ciudad a causa del censo, José y María no pudieron encontrar posada en ningún lugar, y hallaron refugio en una cueva que los pastores utilizaban como corral de ovejas. En esta cueva la Santísma Virgen dio a luz al Salvador del mundo, el Señor Jesucristo. Dando a luz sin dolor—pues fue concebido sin pecado, del Espíritu Santo y no de hombre—ella misma lo envolvió en pañales, lo adoró como Dios, y lo acostó en un pesebre. Entonces el justo José se acercó y lo adoró como el fruto divino de un vientre virginal. Entonces los pastores llegaron de los campos, dirigidos por un ángel de Dios, y lo adoraron como Mesías y Salvador. Los pastores habían escuchado una multitud de ángeles cantando: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad entre los hombres» (cfr. San Lucas 2:14). En aquel tiempo, también vinieron unos magos del Oriente, guiados por una maravillosa estrella, y trayendo sus dones: oro, incienso, y mirra. Estos le adoraron como Rey de reyes, y le ofrecieron sus dones (cfr. San Mateo 2:1-11). Así vino al mundo Aquel cuya venida había sido anunciada por los profetas, nacido como estos habían profetizado: de la Santísima Virgen, en la ciudad de Belén, de la familia de David según la carne, en tiempos cuando ya no había en Jerusalén un rey de la tribu de Judá, sino que Herodes el extranjero estaba en el trono. Después de muchos tipos y figuras, mensajeros y heraldos, profetas y justos, sabios y reyes, finalmente apareció el Señor del mundo y Rey de reyes, para llevar a cabo la obra de la salvación de la humanidad que no podía ser realizada por sus siervos. ¡A Él gloria y alabanza por los siglos! Amén.




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