Esta gloriosa mártir nació en Nicomedia de padres paganos. Al escuchar la predicación del Evangelio, se convirtió a Cristo con todo su corazón y comenzó a vivir en estricta observancia de los mandamientos del Señor. Un cierto senador, llamado Eleusio, era su prometido. Para librarse del pecado [cfr. II Corintios 6:14-7:1], Juliana le dijo que no se casaría con él a menos que se convirtiese en eparca de esa ciudad. Le dijo esto pensando que no sería probable que el joven alcanzase tan alta posición, mas él comenzó a trabajar en el asunto, y a través de adulaciones y sobornos consiguió el puesto de eparca de Nicomedia. Juliana entonces le reveló que era cristiana, y que no podía casarse con él a menos que aceptase su fe, diciendo: «¿De qué nos aprovecharía estar unidos en el cuerpo, mas separados en el espíritu?» Eleusio estaba exasperado, y la denunció ante el padre de la joven. Su enfurecido padre se mofó de ellá y la azotó, entregándola entonces al eparca para que la torturase. El eparca ordenó que fuese golpeada cruelmente, y entonces fue arrojada a la cárcel toda herida y desangrándose. Mas el Señor la sanó en la prisión, y Juliana se presentó ante el eparca sana y sin heridas. Luego fue echada dentro de un horno ardiente, pero el fuego no la consumió. Viendo esta maravilla, muchos creyeron en Cristo el Señor: 500 hombres y 130 mujeres se convirtieron. El eparca los condenó a muerte a todos, ordenando que fuesen degollados con espada; y sus almas entraron al Paraíso. Regocijándose en espíritu, Juliana se dirigió al cadalso, oró a Dios de rodillas, y puso su cabeza sobre el bloque. Fue degollada, y su alma entró al reino de luz de Cristo en el año 304 d. C. El juicio de Dios pronto cayó sobre Eleusio: mientras navegaba, naufragó y cayó a las aguas. No halló su muerte en ellas, sino que nadó hasta una isla donde fue atacado y devorado por los perros.




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